Si o no. El dilema de usar tacones

Cuántas veces nos hemos parado frente al espejo, vestidas y maquilladas para salir, y nos enfrentamos a la difícil decisión: subirnos o no en un par de tacones. Estamos listas, al límite del retraso, y el tiempo se detiene. Los tacones están ahí, en el armario, estacionados. Igual de hermosos como la primera vez que nos conquistaron en la tienda. Con sus suelas prácticamente inmaculadas, nos fijan detenidamente: provocativos, vertiginosos. Prometen regalarnos una alta dosis de feminidad con el sólo gesto de calzarlos. Una trampa en la que muchas veces hemos caído.

En mi closet hay varios modelos: están los Manolo Blanck que me recuerdan un capítulo de Sex and the city y unos negros de Jimmy Choo, magnífico regalo de Navidad; ese par de alta categoría convive en armonía con varios ejemplares de plástica – igual de dignos – que encontré en Zara y H&M. Sin importar el segmento socio-económico de origen, todos me desafían: ¿quieres estar culpablemente cómoda o prefieres ser sensualmente femenina?

Cuando es de día, escoger es mucho más fácil. Tener que tomar tres medios de transporte y caminar dos calles para llegar al trabajo, y repetir la odisea ida y vuelta, se transforma en una coartada perfecta para calzar un par de zapatos deportivos sin remordimiento. La cotidianidad de la mujer contemporánea es un verdadero sport olímpico. Y, se sabe, para un mejor desempeño es fundamental usar la vestimenta adecuada.

De noche, en cambio, la cuestión toma un matiz más complejo. Pasamos la jornada en una especie de batalla contra el tiempo, el espacio, las reuniones, los compromisos, las adversidades, los problemas que se multiplican minuto a minuto. Al calar del sol necesitamos ceder, queremos dejarnos llevar. Se vuelven un antídoto la calma, la belleza, la sensualidad. Nos seduce la idea de subirnos en unos tacones de 10 centímetros, caminar a ras del suelo, ver el mundo desde lo alto. Seducir entaconadas. Volar.

Sin embargo, si hay algo que no se hace usando tacones, es precisamente eso: volar. La experiencia demuestra que cuando se toma la ingenua decisión de usar tacones, hay que agregar 20 minutos más a todas las actividades programadas. Todo lo hacemos más lento. Llegamos siempre más tarde. Pero qué satisfacción cuando nuestra pareja, sorprendida, nos dice: ¡hasta te pusiste tacones! Lástima que por un halago de 30 segundos tendremos que pagar horas de martirio. Hasta que debajo de la mesa nos atrevemos a quitarnos los zapatos por algunos minutos. Luego resolvemos cómo hacer que entren de nuevo, mientras tanto… ¡qué alivio!

La diatriba interna que causan los tacones no es exclusividad de las mujeres bajas. Mido 1,73 centímetros y me pasa siempre. Hay periodos en los que tengo tanto en qué pensar, que no me viene la mínima duda: para poder sobrevivir a la jornada no tengo que sentir los pies. Debo estar preparada para correr en cualquier momento. Sin tacones. En otras épocas me invade la curiosidad de afrontar la vida como una modelo. Sandra Choi, la directora creativa de Jimmy Choo, aseguró en una entrevista Vogue que “en el momento en el que te subes a unos tacones te sientes más segura, lista para cualquier desafío. Es por esto que deben ser siempre perfectos, en forma y curva”.

Muchas veces me pregunto dónde radica la feminidad. Si es un elemento que vive en la superficie o es un reflejo que proviene de lo más profundo. Si está en un vestido, un labial o un par de tacones, o si la feminidad está en esa seguridad que el vestido, el labial, el par de tacones hacen emerger de nosotras. Quizás la sensualidad femenina es esa convicción de elegir lo que nos hace sentir nosotras mismas. Cada día. Entaconadas o no.

 

Por Rossa Miranda 


Señas de Rossana: 

En Instagram @rssmiranda