El poder de un halago

alexandra-gorn-342845-unsplash.jpg

Cuando en una directa Instagram la líder y alma de Project Glam propuso realizar el curioso experimento de “echar flores” (decir palabras bonitas, como decimos en Venezuela) a otras mujeres, sentí como se levantaron las antenas de mi atención – ya bastante perezosa en estos tiempos de hiperconexión e inundación continua de estímulos -. Vencer la vergüenza y atreverme a decir algo positivo, expresar un cumplido, es un ejercicio que algunas veces he practicado porque me generaba curiosidad ver la reacción de las personas. Algunas profundamente tímidas escondían la mirada en un rostro sonrojado, otras indiferentes ni me respondían, muchas me sonrían. Sin embargo, nunca me detuve a pensar qué provocaba en mí esas confesiones.

 

Así que me propuse hacerlo en manera metódica, tratando de registrar todas las situaciones y mis sentimientos. Debo confesar que no ha sido fácil. Principalmente porque me freno antes de lanzarme. Exteriorizar lo que pensamos, lo que nos gusta o lo que sentimos, no es una tarea sencilla. Mucho más cuando estamos frente a otro. Se necesita de mucho valor porque no hay para dónde agarrar. Para bien o para mal. Quizás por ello hoy en día se nos hace mucho más fácil escribir un mensaje que incluso realizar una llamada… ni hablar de charlar sentados en la misma mesa. La palabra escrita puede esperar a que reflexionemos y demos con la respuesta más adecuada. O con ninguna.

 

Lo admito: sólo me atreví la mitad de las veces que me hubiera gustado halagar a otra mujer. Decirle cómo tenía brillante el cabello, lo hermosos que eran sus zapatos o cómo era contagiosa su risa. No obstante, muchas de las pocas veces que lo hice me sentí satisfecha y muy especial.

 

Con mi vecina, por ejemplo, una mujer turca de unos 50 años, casi nunca comparto más de un “buenos días” o “pase usted, después de usted” en el ascensor. Es muy elegante, silenciosa. Algunas señales de su rostro me sugieren desde hace mucho que le teme al paso del tiempo y recurre a algunos trucos para retrasarlo. Una tarde, respire profundo  entre el quinto y el sexto piso, y poco antes de que llegáramos a nuestro destino, le dije lo que pensaba desde hace meses: “Me encantan tus uñas. No sólo el color del esmalte sino la forma. Pagaría lo que sea para poder tenerlas así”. Trato (inútilmente) de arrugar la cara (bondades del botox) y soltó una carcajada. Era bellísima. Me dijo que nunca le habían dicho una cosa tan rara pero que sí, a ella le encantan sus uñas y siempre trata de mantenerlas arregladas. El resultado: ahora tengo el dato de una excelente manicurista que está cerca de nuestro edificio. Una verdadera bendición (lo sabemos!) a la que jamás habría podido acceder sino fuera por mi sincero halago a una compañera.

 

Casualmente, el siguiente piropo (como llamamos a los cumplidos en Venezuela) se lo ofrecí a la manicurista, antes de que me arreglara las uñas como nadie lo había hecho. Le dije que me gustaba mucho la pulsera que piedra de jade que llevaba en su muñeca. Me respondió con un tímido y melódico “gracias” con acento chino. Y fue como si con mi confesión le di valor, sin darme cuenta, para que ella también me dijera lo que pensaba: “Tu tener muy bonitas”. Con los dedos indicaba sus pestañas. Me sentí no sólo halagada sino satisfecha. No sólo no llevaba ni una gota de maquillaje sino que, temerosa de las extensiones que tanto están de moda, decidí probar con el remedio de la abuela: masajes con aceite de ricino antes de dormir. Mi nueva amiga china me estaba confirmando que la receta funcionaba, así que la compartí entusiasta con ella. Me aseguró, agradecida, que lo intentaría.

 

En cambio, cuando le dije a mi amiga Annalisa que me encantaba su estilo, sencillo y elegante, me dijo que tratara de copiarlo, aprovechando que soy alta y ese tipo de ropa me quedaría muy bien. “Con colores menos nostálgicos y alegres, así como tú”, me dijo. Escondí la sonrisa en un rosto sonrojado y tímidamente le dije “gracias”.

 

Pero no siempre me fue bien. A mi querida amiga Caterina la otra noche le dije que me encantaba cómo tenía su cabello. Me lancé en el halago porque de verdad lo pensaba. Con ella, a quien quiero tanto, no tengo reservas. “Menos mal, al menos en sus últimos días está bonito”. No me detuve a pensar que la semana que viene comienza la quimioterapia y lo perderá. Sus mechones caerán a causa del veneno que le correrá por el cuerpo, en la esperanza de salvarla.

 

Aún cuando nuestras intenciones son buenas tenemos siempre que pensar en el otro. No sabemos qué vive, qué fibra tocamos sin siquiera darnos cuenta. La regla, ahora lo sé, es pensar antes de hablar. Y pensar en el otro. Siempre.

 

El año pasado la Real Academia Española agregó una nueva palabra al diccionario: sororidad. El concepto, de tinte ético y político, significa “la relación de hermandad y solidaridad entre las mujeres para crear redes de apoyo que empujen cambios sociales, para lograr la igualdad”. Una alianza femenina para combatir el machismo reinante, que tanto daño ha hecho y hace.

 

Me gusta pensar que el experimento de “sororidad” no se limite al ámbito de empoderamiento de las mujeres sino que vaya más allá, de forma natural y consciente. Que llegue el día en el que toque la esfera de la imagen de la mujer, cómo nos vemos a nosotros mismas y las unas a las otras. Cómo pensamos en la otra. Ayudándonos, como solo nosotras, entre nosotras, podemos hacerlo.